Si tuviera que definirme en dos palabras: una aventurera mística.

Hoy practico la comunicación animal y ofrezco sanaciones energéticas. Sin embargo, este no era el camino que había imaginado al principio. Fue la vida la que me fue guiando suavemente hasta aquí, paso a paso, casi sin darme cuenta, pero con una infinita benevolencia.
Desde niña, siempre fui muy creativa. La escuela me aburría profundamente. Así que, aprovechando el tumulto familiar, dejé la escuela a los 16 años para entrar en la vida activa. Muy independiente por naturaleza, intentaba abrirme camino en un mundo incomprensible.

Un día, por impulso, decidí presentarme al examen de ingreso de la Escuela de Bellas Artes de París. No creía realmente que lo lograría, y para sorpresa de todos, fui aceptada. Aún hoy puedo decir que el arte y la creación me salvaron. Por primera vez, me encontraba en un ambiente que se parecía a mí, que nutría mi alma. Aunque a veces me consideraban extraña, se aceptaba: “Ah, ¡es una artista!”
Luego comenzaron a ocurrir hechos extraños. Hasta que me vi obligada a buscar ayuda: mis percepciones se estaban abriendo, pero en esa época mi vibración me llevaba a toparme con cosas perturbadoras.
Fue entonces cuando conocí a Paul. Él cuidó de mí. Y entonces fue como un fuego artificial. Expansiones de conciencia, puertas que se abrían, y mi camino iniciático comenzando. Ya no estaba sola. Madre Meera también me acompañaba, a través de una comunicación silenciosa, telepática.
No siempre entendía lo que me pasaba. Una parte de mí lo encontraba muy natural, mientras que otra se sentía muy desestabilizada.
Tenía 20 años, y lo único que me atraía era ir al encuentro de los misterios de la vida. En cada destino, una pieza del rompecabezas se revelaba: Polinesia, India, Mongolia, México. Cada uno de esos lugares me marcó profundamente.
Allí reencontraba memorias de otras vidas, reconectaba con mi animal de poder. Me veía como shamana o sanadora en distintas culturas, en vidas no siempre luminosas. Y entonces fue necesario limpiar todo eso en profundidad.
Luego conocí a Don Patricio, un “abuelo Huichol,” a quien seguí durante tres años, en Francia y en México, donde participé en una peregrinación en el desierto de Wirikuta. Fue durante esa peregrinación, en lo alto de una pirámide, donde viví una de mis más grandes experiencias místicas.
El arte, los viajes, las experiencias… todo era intenso, abundante. Pero mi barco no despegaba. Remaba duramente como artista. Mi desajuste con el mundo crecía. No sabía cómo adaptarme. Mis relaciones amorosas eran bellas, pero breves. No echaban raíces en la materia.
Y luego, mi padre murió. Yo tenía poco más de cuarenta años. Curiosamente, sentí que algo se abría. Como un pasaje. Como un regalo. Una página se cerraba, otra podía escribirse. Ya no quería luchar, quería construir.
Partí en busca de mi lugar. Aquel donde mi alma pudiera desplegarse plenamente. Necesitaba naturaleza, vida salvaje. Y aquí estoy, en Costa Rica.


Fue un “Bovo,” un ave de plumaje multicolor, quien me dio el mensaje. Un día, durante una caminata, me senté un momento. Frente a mí, sobre una roca, un rayo de sol iluminaba una pluma, colocada allí como una ofrenda. Fue mágico. Más tarde supe que el macho deja una pluma para indicar a la hembra dónde construir el nido. Me conmovió profundamente.
Desde entonces, la comunicación animal se volvió esencial. Vivir en el corazón de la naturaleza me reconectó con mi propia naturaleza: compleja, rica, llena de misterios, como un bosque, como lo femenino.
Y luego llegó este encuentro, a la vez doloroso y fundacional: mi caballo, “Beso de Caramelo.” Uno de los seres más preciosos de mi vida.
Cayó enfermo de repente, y no pude hacer nada. Tuve que tomar la decisión de dormirlo. Era insoportable, pero verlo sufrir lo era aún más. Le dije: “Te acompaño. Dime cuándo estés listo.” Un día me miró profundamente. Una mirada triste pero serena: “Estoy listo.”
Ese día, como por magia, un grupo de amigos vino a visitarme. Uno por uno, Beso fue a despedirse de ellos. Fue desgarrador en su belleza. Una despedida perfecta.
Pero el día señalado, nada salió como estaba previsto. Un error del veterinario, el destino, quién sabe. Nunca olvidaré esa mirada, ese animal tan noble tendido en el suelo, quizá con una dosis demasiado débil que no lo dejaba partir. Sus ojos clavados en los míos, llenos de incomprensión. Incluso cuando el ser está dispuesto a marcharse, el impulso de vida es tan fuerte… cada segundo me quemaba. Estaba devastada.
Me tomó meses recuperarme. También a Tiago, mi otro caballo. Llevaba un dolor tan grande dentro de mí que no me atrevía a hablar de ello. ¿Quién podría haberlo entendido?
Luego llegó este sentimiento extraño, inmenso. Como si hubiera perdido “al hombre de mi vida.” ¿Irracional? Tal vez. Pero eso fue lo que sentí. Y en esa herida, algo se reveló: una nueva capacidad, la de recibir y contener el amor incondicional. Hasta hacer vibrar cada fibra de mi ser.
Es este corazón abierto, esta copa en expansión, lo que ofrezco hoy en mis cuidados. Es mi herramienta principal. Y esto es solo el comienzo.